No sé si habrás notado, esa sensación de estabilidad... Pero no aquella que se basa en lo económico, sino en todo lo contrario, esa tranquilidad que no se puede comprar ni vender, una quietud mental que trasciende cualquier cosa que puedas tocar. ¿La sentiste verdad?
Te produce un calambre que no se nota, no tanteas una cosa tan sutil en ese hueco que hay entre neurona, axón y neurona. Es tan leve, que ni tan si quiera unas "Breaking news" pueden levantar tu alma descansada de tu cerebro. Las vísceras descansan... (un momento, ¿vísceras? Una palabra tan patológica no debería estropear este instante), digamos mejor, tu biología, descansa agradablemente sobre su inferior figura que destaca por tus entreabiertos ojos que por nada del mundo dilatarías.
El agua parece tan dura, tan firme, pero realmente sabes que es dúctil como la seda más fina o el contorsionista que sin esfuerzo tuerce su cuerpo en un mohín corporal intenso. La calma tras una tempestad que se siente como una calima que con sus granos de tenue arena rasca la espalda del cielo. Ese sosiego como la ida, antes de que comience del halcón que desde las alturas ya ha oteado a su presa y se abalanza sobre ella elevando el vuelo unos centímetros.
Ese momento en el que miras a los ojos de tus hijos y ves que su pupila se dilata y contrae con la luz, y piensas, que calma, siento su vida desde aquí. Un eterno eco que nunca cesa y entre las montañas circunnavega las altas cumbres que desde nuestro corazón siempre recordaremos. Donde la nieve se mezcla con la roca seca y la orilla no está mojada. Ese beso invisible de los amantes, ese roce roto del celo y la injuria que es igual de sosegado al ser igual de equilibrado. La canica de cristal de un niño que rueda hasta que choca con otra, contra la pared o para de rodar.
Las metáforas se suceden, como las estaciones en el ojo de los hombres.
Gracias. Carlos García.